XXVI Domingo Tiempo Ordinario
Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida.
Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida.
Creo que lo importante es aprender a «estar» donde estamos y a «ser» a partir del lugar en el que estamos. Es una tarea para toda la vida. Queremos ser capaces de echar raíces.
Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en el silencio.
Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio.
Las etapas de cada día van poniendo piedras que nos acercan al sueño de plenitud que anhelamos. Cada día es un peldaño más por el que ascendemos. Construimos catedrales al poner piedras.
Queremos ser hijos confiados que piden ayuda. Pero nos cuesta mucho. Porque queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía.
¿Me conozco? ¿Me quiero? ¿Sé qué cosas buenas tengo, lo que me hace único y diferente? ¿Conozco el tesoro enterrado en mi corazón? Conocer mi alma implica ver que hay oro en mi interior.
Aquí ponemos piedras, levantamos torres, abrimos caminos, elevamos puentes. Nos esforzamos, no nos conformamos con el mínimo.
El fruto es una gracia, un don, un regalo por nuestro sí generoso. Ese fruto es inmenso, supera nuestra entrega, lo poco que hemos puesto como prenda. Su amor siempre supera nuestro amor.