XXVIII Domingo Tiempo Ordinario
Jesús nos habla de amor, de paz, de un hogar. Habla de su mar tranquilo, de la fuente en su corazón herido. Nos llama a ir mar adentro, a beber agua y calmar la sed de infinito.
Jesús nos habla de amor, de paz, de un hogar. Habla de su mar tranquilo, de la fuente en su corazón herido. Nos llama a ir mar adentro, a beber agua y calmar la sed de infinito.
¿Cómo vivir ese amor perfecto que no es el nuestro? Sólo si Cristo ama en mí. Sólo si Él ama mis debilidades y mis defectos. Sólo si ama en mis límites. Desde allí brota la vida.
Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida.
Creo que lo importante es aprender a «estar» donde estamos y a «ser» a partir del lugar en el que estamos. Es una tarea para toda la vida. Queremos ser capaces de echar raíces.
Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en el silencio.
Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio.
Las etapas de cada día van poniendo piedras que nos acercan al sueño de plenitud que anhelamos. Cada día es un peldaño más por el que ascendemos. Construimos catedrales al poner piedras.
Queremos ser hijos confiados que piden ayuda. Pero nos cuesta mucho. Porque queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía.
¿Me conozco? ¿Me quiero? ¿Sé qué cosas buenas tengo, lo que me hace único y diferente? ¿Conozco el tesoro enterrado en mi corazón? Conocer mi alma implica ver que hay oro en mi interior.