XI Domingo Tiempo Ordinario
Dios puede hacer una obra de arte con nosotros si nos dejamos tocar por su misericordia. Nos mira y se enamora más todavía de nuestra fragilidad. Esta mirada de Dios nos salva siempre.
Dios puede hacer una obra de arte con nosotros si nos dejamos tocar por su misericordia. Nos mira y se enamora más todavía de nuestra fragilidad. Esta mirada de Dios nos salva siempre.
Quiero aprender a besar las circunstancias que me gustaría cambiar. Si confío todo es diferente. Mi mirada sobre mi vida es diferente. Quiero confiar en ese poder de Dios. En su misericordia.
Puedo dar más de mí mismo si no me ponen barreras limitantes. Yo puedo. Sí puedo. Porque alguien cree en mí, me sostiene en mis límites, ve más allá de mis barreras.
Un Dios que ama de forma tan palpable. Me conmueve. Ese Dios que se despoja de su distancia para hacerse cercanía. De su infinitud para hacerse finito. De su invisibilidad para hacerse visible.
Dios nos atrae siendo diferentes en un camino común. Desaparecen las barreras. Se rompen las distancias. Todo es posible porque miramos y escuchamos con el corazón.
El saberme amado me capacita para ver en todo lo que me sucede. También en la pérdida y en la ausencia, un motivo de profunda alegría.
Es en los que me aman, donde aprendo de verdad todo lo que valgo. Y me acepto. Y me quiero. Y descubro mis sombras. Y veo los sueños y la luz. Y desvelo los deseos más auténticos.
El amor de Jesús es un amor lleno de misericordia. Un amor hondo, que no necesita palabras. Vive en los silencios y en las miradas. Es un amor de abrazos y ternura. Un amor que se da sin medida.
Si soy dócil podré descansar en Él sin rebelarme continuamente contra lo que no controlo. Él sabe mejor que yo lo que me hace feliz. Puede colmar mi corazón si yo me dejo.
Me gusta ser uno de esos discípulos tan amados de Jesús. A Él le importan mi vida, mi pesca, mi barca. Quiero sentirme amado en todo lo que vivo. En el fuego de ese primer amor a Jesús.