XXXII Domingo Tiempo ordinario
Para Jesús todos están vivos. Junto a Dios no hay muertos, sólo hijos, sólo hijos amados. Jesús nos desvela algo del cielo. Él lo conoce. Junto a Dios todos tenemos vida.
Para Jesús todos están vivos. Junto a Dios no hay muertos, sólo hijos, sólo hijos amados. Jesús nos desvela algo del cielo. Él lo conoce. Junto a Dios todos tenemos vida.
¿A qué viniste? ¿Para que sigues a Jesús? ¿Cuál es el santo que Dios quiere labrar en mí? ¿Cuál es mi forma original de santidad?
El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo puede esperar misericordia. No busca el reconocimiento, ni la alabanza, sólo la mirada llena de misericordia del Padre al final del camino.
Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y me hace capaz de amar de forma humana. Ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios.
Sé que Dios me da por amor. Se parte por amor sin esperar nada. Creo en mí mismo cuando me parto amando. Cuando no me canso de amar aunque no reciba nada en mi entrega
Quiero una mirada sencilla. Para no interpretar intenciones. No quiero olvidarme de Jesús que me ha salvado. Nada de lo que tengo es merecido. Es un don simplemente. Me postro. Alabo a Dios.
Le pongo a Él en el centro y yo me aparto. Jesús cree más en mí de lo que yo mismo creo. Sé que siempre ha creído. Desde que me vio sentado y me llamó. Si Él no cree en mí, yo solo no puedo.
Si no tengo el corazón en Dios, viviré de un lado a otro en medio de mis sufrimientos. No lograré alzar la mirada, no podré descentrarme para mirar a otros.
Desde mi fracaso mirar la altura. Desde mi muerte ver nacer la vida. Ojalá fuera capaz de sacar algo de la nada. Y aprender a ser feliz en toda circunstancia. En la abundancia y en la escasez.
El hijo pródigo regresará a casa. Será de nuevo hijo. Se dejará amar por su padre. Habrá conocido el amor aquella mañana arrodillado en el pecho de su padre. Su vida pródiga ahora será generosa.