III Domingo Cuaresma
Tenemos sed y queremos que las cosas y los de afuera calmen la sed del alma. No comprendemos que el agua verdadera, la que no se acaba nunca, se encuentra en lo más profundo del corazón.
Tenemos sed y queremos que las cosas y los de afuera calmen la sed del alma. No comprendemos que el agua verdadera, la que no se acaba nunca, se encuentra en lo más profundo del corazón.
Es posible convertir la noche en amanecer, porque siempre hay esperanza. La respuesta está en nosotros que podemos ver la vida de forma muy diferente.
En el desierto se encuentra Dios con el hombre. Allí se adentra el hombre que no encuentra a Dios. Allí nos lleva Dios para enamorarnos, para rescatarnos, para mostrarnos su rostro.
Queremos aprender a descansar en Dios y en los hombres. Buscamos un hogar en el que poder dejar lo que nos inquieta y preocupa, un hogar en el que vivir de verdad.
La plenitud de la ley no consiste en dar sólo lo que corresponde, lo mínimo, sino en dar lo máximo. Un alma grande que no se conforma, que es capaz de todo, que sueña con lo imposible.
Dios se alegra con nuestra lucha diaria, con nuestros esfuerzos por trepar alturas. Y disfruta cuando hacemos con placer lo que nos agrada, y vivimos la vida con una sonrisa y amamos.
La felicidad consiste en saborear la paz que da saber que recorremos el camino que Dios quiere. Siguiendo sus pasos, haciendo nuestros sus sentimientos, amando como Él lo hizo.
Permitimos que el amor de los otros se meta en el alma. Y ese amor nos habla de un amor más grande, más pleno, más lleno de luz. Ese amor nos lleva a Dios.
Nuestra vida consiste en vincularnos y echar raíces. Queremos que el alma descanse libremente en los vínculos que ha creado, en esos apegos que nos dan serenidad y paz.
Podemos mejorar, descubrir nuevos caminos, arriesgar sabiendo que podemos perder, luchar y esforzarnos porque la vida exige entrega. Cuando nada damos, cuando no sembramos, nada nos llegará de lo alto.