IV Domingo tiempo ordinario
Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta.
Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta.
Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica.
Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre, caído o levantado, va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz.
No quiero callar cuando puedo decir algo bueno. Cuando puedo proteger y alimentar el amor. Guardo las palabras de Dios en mi corazón. Las regalo. Me hago portavoz de las palabras de Dios.
Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo.
Dios me quiere con locura. Ama mi vida como es. Sin pensar en todo lo que podría llegar a ser. Me abraza como soy ahora y se conmueve. Quiero alegrarme de estar donde estoy, de ser como soy.
Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía. La vida se juega en mi sí sencillo delante de un establo. En mi fidelidad ante una vida ordinaria en la que no hay milagros. Y toco su carne débil.
Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento.
Vivo ahora en Adviento la posesión de ese niño alegre entre mis brazos. No aguardo el día feliz que puede que no venga. Vivo ya la Navidad en ese camino de María y José sobre su burro.
María educa nuestro corazón para hacerlo a su medida.