XXV Domingo tiempo ordinario
Quiero besar mi verdad escondida. Mi belleza oculta. Soy un buscador de la verdad. Miro dentro de mí buscando vestigios del cielo. Están allí, seguro, en los pliegues de mi alma.
Quiero besar mi verdad escondida. Mi belleza oculta. Soy un buscador de la verdad. Miro dentro de mí buscando vestigios del cielo. Están allí, seguro, en los pliegues de mi alma.
Me alegra lo que ya poseo. Los pequeños logros. No me comparo con nadie. Si pudiera vivir así sería mucho más feliz. No quiero vivir mirando al otro. No quiero compararme con otros.
Si amo, no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo, dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son tan generosos.
Por eso me entrego de nuevo a Él, tal como soy. Renovando mi sí a su sueño conmigo. Insatisfecho con lo logrado. Descontento con lo que ahora toco porque la meta todavía brilla ante mi mirada.
Mi vida es el lugar de encuentro con Dios. En lo cotidiano está mi Tabor. Oculto en el monte. Toco el cielo. Y con el cielo grabado en el alma bajo a mi rutina, a mi cruz, a mis vacíos. Y todo se une.
Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don.
Sólo Dios puede salvarme y sacarme de mi abismo. Necesito verme débil y necesitado y suplicar su salvación. Mirarlo a Él desde mi debilidad para que venga a mí. Mi miseria es mi cizaña.
Sólo sé que la semilla no cambia lo esencial de mi vida. Mi tierra sigue siendo la misma. La semilla da vida a algo que no estaba antes en la tierra. Algo que sin mi tierra no tendría vida.
Deseo tener un corazón sencillo. Un corazón que no se enrede en falsedades y expectativas. Un corazón abierto y simple. Como el de los niños.
¿Qué estoy dispuesto a perder? Mi fama, mi nombre, mis seguros, mis raíces. Jesús me quiere por encima de todo. Me quiere a mí con un corazón libre. Cuando pierdo lo que entrego, lo gano.