Jesús amaba la casa de Marta, María y Lázaro. Allí era acogido y recibido. Amaba ese hogar en el que su alma podía descansar y recobrar la paz después del duro trabajo de cada día. Allí estaba en familia. No había que hacer nada. Sólo estar y compartir la vida. No había que demostrar nada, ni poner la mejor cara. Uno era aceptado sin preguntas, sin quejas ni reproches. Cada día, cada atardecer. En los seis días antes de su crucifixión, Jesús fue a la ciudad de Jerusalén durante el día, pero siempre se retiraba a Betania para pasar la noche. En los últimos días de su vida en esta tierra, Jesús pasó todas las noches en Betania, donde encontró refugio, descanso, seguridad y paz.