XVII Domingo Tiempo ordinario
Le digo a Dios que arrase mi corazón. Es la única forma de vivir de verdad. Siendo vivido por Él. Dejándole mis miedos en su pecho herido. Abriendo las manos sin querer retenerlo todo.
Le digo a Dios que arrase mi corazón. Es la única forma de vivir de verdad. Siendo vivido por Él. Dejándole mis miedos en su pecho herido. Abriendo las manos sin querer retenerlo todo.
Quiero descansar en Jesús. Ser su amigo. No me pide que cambie para ser su amigo. No me pide que sea mejor porque Él conoce mi mejor parte. La belleza oculta de mi alma. La luz que no logro.
Muchas veces la felicidad es un don. Algo que me sucede cuando amo. Cuando me descentro. Cuando busco que los demás sean más felices y me abro al amor.
El Espíritu Santo me impulsa a la lucha, a la entrega, a salir de mí mismo, a vencer mis miedos, a calmar la sed de amor que padece el hombre.
Quiero optar y elegir bien qué caminos sigo, a quién sigo. En mis elecciones se esconde el sentido de mi vida. Quiero seguir a un Dios sereno, que le dé serenidad al alma. Un Dios en el que descansar.
La búsqueda enfermiza de la soledad puede hacerme egoísta. No deseo esa paz egoísta en la que me encuentro seguro y protegido. No es ese el Jesús que vive en mi corazón, el Jesús al que sigo.
Dios puede hacer una obra de arte con nosotros si nos dejamos tocar por su misericordia. Nos mira y se enamora más todavía de nuestra fragilidad. Esta mirada de Dios nos salva siempre.
Quiero aprender a besar las circunstancias que me gustaría cambiar. Si confío todo es diferente. Mi mirada sobre mi vida es diferente. Quiero confiar en ese poder de Dios. En su misericordia.
Puedo dar más de mí mismo si no me ponen barreras limitantes. Yo puedo. Sí puedo. Porque alguien cree en mí, me sostiene en mis límites, ve más allá de mis barreras.
Un Dios que ama de forma tan palpable. Me conmueve. Ese Dios que se despoja de su distancia para hacerse cercanía. De su infinitud para hacerse finito. De su invisibilidad para hacerse visible.