VI Domingo de Pascua
El amor determina nuestra felicidad. Amar y ser amados. Parece tan sencillo. Pero luego la vida y el pecado lo entorpecen todo tantas veces.
El amor determina nuestra felicidad. Amar y ser amados. Parece tan sencillo. Pero luego la vida y el pecado lo entorpecen todo tantas veces.
Si logro descansar en Dios escucho el nombre que pronuncia a mi oído. Mi nombre, mi verdad, la palabra de mi vida. Soy suyo. Soy su sarmiento. Sólo en Él mi vida tiene sentido.
Jesús es el buen pastor que cuida su rebaño. Da la vida por ellas. Le importan los suyos. Les ha abierto su corazón. Les ha dejado ver su herida. Están en su intimidad. Sufre por los suyos.
Mi vida está en sus manos. No quiere que me instale en mi comodidad. Desea que le entregue lo que tengo sin querer apropiármelo como mío. Quiere que aprenda a amar donde Él me pone.
Me conmueve su amor que me busca, que baja de la cruz para acercarse. Ese amor que no se olvida de mi dolor. Que sufre y ríe conmigo. Ese amor que es su abrazo que me espera.
Nos resistimos a esa muerte que abre la puerta verdadera. La que nos muestra un horizonte en el que somos lo que estamos llamados a ser. ¿A qué queremos morir para que brote la vida?
Jesús entrega su vida. Nos amó hasta el extremo.
Queremos creer en nuestro futuro. Confiar en nuestras fuerzas. Perdonarnos y volver a comenzar. Creer en la belleza de nuestra vida. Vivir agradecidos, no exigiendo que nos amen.
Me sostiene Él que me ama con locura. Me alienta Él que conoce mis sufrimientos. Él mismo los ha sufrido. Me levanta cuando caigo y me dice que basta con vivir con Él, a su lado.